Viareggio, cerca de Pisa
(Italia), a 23 de abril de 1903
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Me ha causado gran alegría,
estimado y distinguido señor, con su carta de Pascua, que me revela lo mucho de
bueno que tiene usted. La forma en que me habla del grande y dilecto arte de
Jacobsen me demuestra que no estuve desacertado al querer encaminar su vida,
con sus múltiples problemas, hacia esa fuente de riqueza y plenitud.
Ante usted abrirase ahora Niels
Lyhne, libro lleno de maravillas y de honduras. Cuanto más se lee, más parece
que todo está contenido en él: desde el perfume más sutil de la vida, hasta el
rico e intenso sabor de sus frutos más grávidos. Ahí no hay nada que no haya
sido captado, comprendido, sentido. Nada que no haya sido descubierto y
reconocido entre las trémulas resonancias del recuerdo. Ningún suceso vivido,
por insignificante que parezca, es tenido en poco. El más pequeño lance, el
episodio más
insignificante que parezca, es
tenido en poco. El más pequeño lance, el episodio más nimio, se desarrolla cual
si fuese todo un destino. Y hasta el destino mismo es como un tejido amplio y
maravilloso, en cuya trama cada hilo es guiado con infinita ternura por una
mano cariñosa, y colocado a la vera de otro hilo, para ser sostenido y
conllevado por otros mil.
Usted sentirá la dicha de leer
este libro por primera vez, e irá adelantándose por entre sus innumerables
sorpresas como en un sueño jamás soñado antes. Mas yo puedo asegurarle que
siempre se vuelve a pasar con igual asombro a través de tales libros, sin que
nunca lleguen a desprenderse de su poder prodigioso, ni pierdan nada del mágico
encanto en que por primera vez envolvieron al lector. Es cada vez más intenso
el deleite que nos brindan y más honda nuestra gratitud hacia ellos. De algún
modo nos volvemos mejores y más sencillos en el mirar; se hace también más
profunda nuestra fe en la vida, y en la vida misma llegamos a ser más
venturosos, más nobles.
Luego debe leer usted el
admirable libro que nos cuenta el destino y los anhelos de María Grubbe, así
como las cartas de Jacobsen, las hojas de su diario, los fragmentos. Y, por
último, sus versos, que aunque no muy bien traducidos, viven y vibran con
resonancias infinitas. Le aconsejaría que cuando usted tuviera alguna
oportunidad para ello, comprara la bella edición de las obras completas de
Jacobsen, que contiene todo eso. Ha sido publicada una buena traducción en tres
tomos por el editor Eugen Diederichs de Leipzig; creo que su precio es de cinco
o seis marcos por cada tomo.
Desde luego, con su parecer
acerca de Aquí deben florecer rosas, esa obra de incomparable finura y forma,
tiene usted sin duda toda la razón contra quien escribió el prólogo. Deseo que
desde ahora y aquí mismo quede formulado este ruego: lea lo menos posible
trabajos de carácter estético-crítico: o son dictámenes de bandería, que por su
rigidez y su falta de vida han llegado a petrificarse y a perder todo sentido,
o bien tan sólo hábiles juegos de palabras, en que prevalece hoy una opinión y
mañana la contraria. Las obras de arte viven en medio de una soledad infinita,
y a nada son menos accesibles como a la crítica. Sólo el amor alcanza a
comprenderlas y hacerlas suyas: sólo él puede ser justo para con ellas. Dese
siempre la razón a sí mismo y a su propio sentir, frente a todas esas
discusiones, glosas o introducciones. Si luego resulta que no está en lo
cierto, ya se encargará el natural desarrollo de su vida interna de llevarle
paulatinamente y con el tiempo hacia otros criterios. Deje que sus juicios
tengan quedamente y sin estorbo alguno su propio desenvolvimiento. Como todo
progreso, éste ha de surgir desde dentro, desde lo más profundo, sin ser
apremiado ni acelerado por nada. Todo está en llevar algo dentro hasta su
conclusión, y luego darlo a luz; dejar que cualquier impresión, cualquier
sentimiento en germen, madure por entero en sí mismo, en la oscuridad, en lo
indecible, inconsciente e inaccesible al propio entendimiento: hasta quedar
perfectamente acabado, esperando con paciencia y profunda humildad la hora del
alumbramiento, en que nazca una nueva claridad. Este y no otro es el vivir del
artista: lo mismo en el entender que en el crear.
Ahí no cabe medir por el tiempo.
Un año no tiene valor y diez años nada son. Ser artista es: no calcular, no
contar, sino madurar como el árbol que no apremia su savia, mas permanece
tranquilo y confiado bajo las tormentas de la primavera, sin temor a que tras
ella tal vez nunca pueda llegar otro verano.
A pesar de todo, el verano llega.
Pero sólo para quienes sepan tener paciencia, y vivir con ánimo tan tranquilo,
sereno, anchuroso, como si ante ellos se extendiera la eternidad. Esto lo
aprendo yo cada día. Lo aprendo entre sufrimientos, a los que, por ello, quedo
agradecido. ¡La paciencia lo es todo!
Richard Dehmel4: Con sus libros -dicho sea de
paso, también con el hombre- me ocurre esto: En cuanto doy con una de sus
bellas páginas, siento siempre temor ante la próxima, que tal vez pueda
destruirlo todo y trastrocar lo que es digno de aprecio en algo indigno. Lo ha
caracterizado usted muy bien con las palabras "vivir y crear como en
celo". Así es: el vivir las cosas como las vive el artista se halla tan
increíblemente cerca del mundo sexual, del sufrimiento y del goce que éste
entraña, que ambos fenómenos no son, bien mirados, sino distintas formas de un
mismo anhelo, de una misma bienandanza. Y si en lugar de celo se pudiera decir
"sexo", en el sentido elevado, amplio y puro de este concepto, libre
y por encima de todas las sospechas con que haya podido enturbiarlo algún error
o prejuicio dogmático, entonces el arte de Dehmel sería grandioso y de infinito
valor. Grande es su fuerza poética y tan impetuosa como un impulso instintivo.
Lleva en sí ritmos propios, libres de prejuicios y miramientos, y sale brotando
de él cual de montañas en erupción.
Sin embargo, no parece que esta
fuerza sea siempre del todo sincera, ni esté desprendida de toda afectación.
(Pero en ello, por cierto, está una de las pruebas más duras, impuestas al
genio creador, que debe permanecer siempre inconsciente de su propia valía, sin
sospechar siquiera sus mejores virtudes, so pena de hacerles perder su candor y
su pureza). Además, cuando esa fuerza del poeta, atravesando tumultuosamente
todo su ser, alcanza los dominios del sexo, ya no encuentra al hombre tan puro
como ella lo necesitaría. Pues ahí no hay un mundo sexual del todo maduro,
puro, sino un mundo que no es bastante humano, que solo es masculino; que es
celo, ebriedad, juicios y orgullos, con que el hombre ha desfigurado y gravado
el amor. Por amar meramente como hombre y no como humano, hay en su modo de
sentir el sexo algo estrecho, salvaje en apariencia, lleno de rencor y
malquerer; algo meramente transitorio y falto de contenido eterno, que rebaja
su arte, volviéndolo ambiguo y dudoso. De este arte, que no está sin mácula y
lleva marcado el estigma del tiempo y de la pasión, poca cosa podrá subsistir y
perdurar. (Esto mismo ocurre con casi todo arte). No obstante, podemos
complacernos hondamente en cuanto ahí hay de grande. Sólo hay que procurar no
perderse ni volverse partidario de ese mundo dehmeliano, tan lleno de angustias
infinitas, confusión y desorden, que dista mucho de los destinos verdaderos.
Estos hacen sufrir más que esas tribulaciones pasajeras; en cambio, dan mayor
oportunidad para llegar a lo sublime y más valor para alcanzar lo eterno.
En cuanto a mis propios libros,
mi mayor gusto sería enviarle todos los que pudieran causarle alguna alegría.
Pero soy muy pobre, y mis libros, una vez publicados, ya no me pertenecen. Ni
siquiera los puedo comprar para darlos, como a menudo sería mi deseo, a quienes
sabrían acogerlos con amor. Por esto le indico en una cuartilla los títulos y
los editores de mis libros últimamente publicados -de los más recientes, se
entiende, pues entre todos son ya unos doce o trece los que he dado a la
imprenta-, y debo, estimado señor, dejar a su voluntad el encargar alguno de
ellos, cuando se le presente la ocasión.
Me es grato saber que mis libros
están con usted. Adiós.
Su Rainer Maria Rilke
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