Ciego a las culpas, el destino
puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido,
esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de
examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las
escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro?
En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano
que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién
pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann
logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el
sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de
Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo
visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien.
Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no
supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una
tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un
sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía.
Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que
no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en
cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a
una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un
hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas,
vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que
siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces,
en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de
frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus
necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió
con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano
le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a
llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión
de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la
muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy
pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido
llegó.
A la realidad le gustan las simetrías
y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de
plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura
del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su
destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la
mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las
calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía
con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las
registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas
diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas
regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza
del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una
convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más
firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas,
el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación
advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la
calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que
se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí
estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la
probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba
el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados
por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico
animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el
tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó
en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna
vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan
vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha
había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del
mal.
A los lados del tren, la ciudad
se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas
demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la
montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran,
quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de
ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos;
Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido
en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue
otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la
estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba
por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un
sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar,
esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los
terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas
que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la
llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido
nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su
conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños
estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era
el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el
coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la
llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil
sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental
ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo
era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no
había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y
Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa
conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le
advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un
poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación
que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de
los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo,
casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era
poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe
opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas
diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como
una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final
exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos
para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio,
aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido
punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en
su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja
edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam,
adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su
parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo
que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para
llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían
ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó.
En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un
hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a
una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico
y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró
con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de
potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del
Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la
ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores
aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y
después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso,
paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco
soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los
parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de
rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto,
sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre
una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero
alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían
ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el
volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo
alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo
que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente,
se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya
estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso
a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el
otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras
agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a
una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo
sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los
peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada
se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como
si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era
otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire
un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a
pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese
punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho
estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le
tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera
resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga
y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a
pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo,
sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como
todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes
deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el
sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había
esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en
una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una
liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del
sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera
podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o
soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no
sabrá manejar, y sale a la llanura.JORGE LUIS BORGES
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