Había un mono que una noche de verano soñó que era un hombre.
Que despierta por la mañana, se lava la cara, se afeita, toma un desayuno de café negro y tostadas, y se va a trabajar conduciendo su automóvil.
Al llegar a la oficina se sienta en un escritorio con muchos papeles.
Lenta y precisamente, llena planillas y formularios además de escribir cartas amables pero imperiosas.
Después de cuatro horas, el sonido de un timbre le indica la hora del almuerzo. En ese momento saca de su bolso un recipiente de plástico con un sándwich de milanesa y un huevo duro, que come con fruición. Luego se levanta de la silla, se acerca al bebedero y sorbe un TRAGO de agua.
Ya acomodado en su asiento, escribe y aprieta teclas de su computadora, incansablemente. Hay que terminar el trabajo del día.
Al llegar la hora de retirarse marca su tarjeta y se va.
Al otro día se levanta, lava su cara, corta al ras los pelos de su barba, ingiere el consabido café con tostadas y sale apresurado hacia la oficina.
Instalado en su escritorio, mira el pilón de papeles con aire cansado. Sin embargo, decidido a poner manos a la obra, comienza a escribir. Su computadora, fiel servidora, cumple a rajatabla los mandatos del operador.
Planillas, estadísticas, más estadísticas, más planillas.
Y cartas. Cortas y precisas, con ese aire distante, formal, de acuerdo a las normas al uso, pidiendo cosas que apenas si le importan.
Al llegar la hora del almuerzo, mecánicamente, extrae su ración diaria. La mira creyendo ver un fruto dulce y silvestre, pero cuando entra en razones, sólo ve lo que efectivamente hay: sendos pares de fetas de jamón y queso entre dos rebanadas de pan y una empanada de carne.
Persiste el resto de la jornada con su trabajo aunque estaba como ausente.
Las voces y el golpeteo incesante de las teclas de decenas de computadoras, se le hacían una cascada pequeña y aislada, en el fondo umbrío del monte.
Al otro día, mientras avanza con su auto por una avenida repleta de otros autos cuyos volantes eran comandados por hombres de rostro triste y vencido, se ve a sí mismo en la copa de un árbol rugoso y añejo, mirando a la lejanía del bosque. En ese momento, ve otro auto acercarse peligrosamente al suyo y hace una maniobra violenta que lo despierta.
Cuando abre sus ojos, se le perfila el rostro de su dueño que lo mira. Arquea las cejas, hace una morisqueta compasiva, y de un salto, ase con sus prensiles manecitas, la rama más cercana.
Nunca más se lo vio.
RICARDO COPLAN
Muy buen relato. Así son las cosas, se es lo que se debe ser... Ir contra la propia naturaleza, es un atentado a la personalidad.
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