Rainer Maria Rilke ( 1875-Praga- Imperio Austro-Hungaro-1926 - Val-Mont- Suiza) fue un poeta que intento llevar una vida sin concesiones. Escribio una serie de cartas dirijidas a un poeta novel verdadero o ficticio, que a su vez representan una declaración de principios aguda y honesta. Aqui va la primera de esas cartas.
París, a 17 de febrero de 1903
Muy distinguido
señor:
Hace sólo pocos
días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero
darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas
consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena
cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de
arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el
cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.
Las cosas no son
todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos
quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son
inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y
más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos
de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.
Dicho esto, sólo
queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos
brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde
más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay
algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y
en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con
ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada
original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a
Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas
deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera
señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.
Usted pregunta si
sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras
personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros
versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos
poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que
renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo
que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No
hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir
el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces
en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y
reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir.
Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo
yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta
profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria
pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a
esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor
interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese
apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese
el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de
amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más
difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar
de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte,
brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general.
Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y
sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo
con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las
cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto
vive en el recuerdo.
Si su diario vivir
le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante
poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu
creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o
le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas
paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del
mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese
camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella.
Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá
cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en
penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y
si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo,
brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si
son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos.
Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su
propia vida.
Una obra de arte
es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en
este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su
enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido
darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las
profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando
se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle
varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a
ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su
grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el
hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo
dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.
Pero tal vez, aun
después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que
renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría
seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.)
Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo
caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean
buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar
mis palabras.
¿Qué más he de
decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo,
yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su
propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más
violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera,
esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su
más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a
contestar.
Fue para mí una
gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo
guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que
perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos
míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé
apreciar.
Le devuelvo los
adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las
gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta
respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos
un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.
Con todo afecto y
simpatía, Rainer Rilque.
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