Andante en tres tiempos
Aquí están tus recuerdos...
Aunque se borren todos nuestros rastros...
Cabalgata del tiempo
Con esta boca, en este mundo...
Cuando alguien se nos muere
Densos velos te cubren, poesía
El adiós
El jardín de las delicias
El retoque final
En el final era el verbo
En la brisa, un momento
En tu inmensa pupila
Entre perro y lobo
Esa es tu pena
Espejo en lo alto
Jugabas a esconderte...
La corona final
La mala suerte
Las muertes
Lejos, de corazón a corazón...
Lejos, desde mi colina
Les jeux sont faits
Los reflejos infieles
Mujer en su ventana
No comiste del loto del olvido...
No estabas en mi umbral
No hay puertas
En tu inmensa pupila
Me reconoces, noche,
me palpas, me recuentas,
no como avara sino como una falsa ciega,
o como alguien que no sabe jamás quién es la náufraga y
quién la endechadora.
Me has escogido a tientas para estatua de tus alegorías,
sólo por la costumbre de sumergirme hasta donde se acaba el
mundo
y perder la cabeza en cada nube y a cada paso el suelo
debajo de los pies.
¿Y acaso no fui siempre tu hijastra preferida,
esa que se adelanta sin vacilaciones hacia la trampa urdida
por tu mano,
la que muerde el veneno en la manzana o copia tu belleza del
espejo traidor?
Olvidaron atarme al mástil de la casa cuando tú pasabas
para que no me fuera cada vez tras tu flauta encantada de
ladrona de niños,
y fue a expensas del día que confundí en tu bolsa la
blancura y la nieve,
los lobos y las sombras.
Ahora es tarde para volver atrás y corregir las horas de
acuerdo con el sol.
Ahora me has marcado con tu alfabeto negro.
Pertenezco a la tribu de los que se hospedan en radiantes
tinieblas,
de los que ven mejor con los ojos cerrados y se acuestan del
lado del abismo
y
alzan vuelo y no vuelven
cuando Tomás abre de par en par las puertas del evidente
mediodía.
Tú fundas tu Tebaida en lo invisible. Tú no concedes
pruebas.
Tú aconteces, secreta, innumerable, sin formular,
como una contemplación vuelta hacia adentro,
donde cada señal es el temblor de un pájaro perdido en un
recinto inmenso
y cada subida un salto en el vacío contra gradas y
ausencias.
Tú me vigilas desde todas partes,
descorriendo telones, horadando los muros, atisbando entre
fardos de penumbra;
me encuentras y me miras con la mirada del cazador y del
testigo,
mientras descubro en medio de tus altas malezas el esplendor
de una ciudad perdida,
o busco en vano el rastro del porvenir en tus encrucijadas.
Tú vas quién sabe adónde siguiendo las variaciones de la
tentación inalcanzable,
probándote los rostros extremos del horror, de la extrema
belleza,
la imposible distancia de los otros, el tacto del infierno,
visiones que se agolpan hasta donde te alcanza la oscuridad
que tengo,
hasta donde comienzas a rodar muerte abajo con carruajes,
con piedras y con perros.
Pero yo no te pido lámparas exhumadas ni velos
entreabiertos.
No te reclamo una lección de luz,
como no le reclamo al agua por la llama ni a la vigilia por
el sueño.
O habría de confiar menos en ti que en las duras, recelosas
estrellas?
¡Hemos visto tantos misterios insolubles con sus blancos
reflejos, aún a pleno sol!
Basta con que me lleves de la mano como a través de un
bosque,
noche alfombrada, noche sigilosa, que aprenda yo lo que
quieres decir,
lo que susurra el viento,
y pueda al fin leer hasta el fondo de mi pequeña noche en tu
pupila inmensa.
OLGA OROZCO
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